jueves, 16 de mayo de 2013

Escribir, ¿por qué y cómo?

Lorca declaró: “Escribo para que me quieran”, algo que más tarde repetiría García Márquez y también Saramago: “Escribo para que me quieran. También escribo para no morir. Pero la razón más importante y la que cuenta al fin y al cabo, es que escribo para comprender”.


Desde luego que cada autor tiene sus propias razones y métodos para escribir y entiendo los motivos de estas ilustres figuras, pero para mí el amor no es algo que se pueda forzar de ninguna manera y no tiene valor a no ser que se dé en libertad (por mucho que ayude la poesía). En cuanto a la muerte, no recuerdo haberle tenido nunca ningún miedo (otra cosa son las arañas) ni deseado por lo tanto ganarle la batalla o trascenderla. La última razón mencionada por Saramago es la que personalmente subscribiría: escribo para comprender, para entenderme a mí misma y a los demás.

Pero fundamentalmente escribo para poder dormir.

En la entrevista publicada en Libros.com mencionaba que Manuscrito en el tiempo nació cuando, tras enviar la tesis a imprimir, me quedé suspendida en el limbo frente a un abismal vacío. A ese momento de crisis respondí continuando con lo que había sido mi rutina diaria durante meses: levantarme, ponerme frente al ordenador, escribir todo el día. Fue así como surgió la historia de Kirstiane y Derran, mis encantadores protagonistas medievales.

Toda la ficción que he escrito hasta el momento parece surgir de una imagen que captura una situación y unos personajes que me intrigan. La curiosidad me lleva a querer saber cómo han llegado hasta ahí y qué es lo que va a pasar a continuación. Empiezo a observarlos, a preguntarles, a seguirlos adonde me quieran conducir.

Cuando los personajes tienen sus propios planes

Al escribir intento básicamente describir en palabras la película que se está proyectando en mi cabeza. Como decía, si no lo hago, no puedo dormir.

La imagen que provocó Manuscrito en el tiempo, la noche de bodas que abre la novela, determinó también la estructura no lineal de la narración que más tarde quedaría justificada con la aparición de Andrea. A partir de esa imagen inicial, los personajes van cobrando vida hasta prácticamente independizarse. Se vuelven entonces extrañamente ajenos a mí: mantienen conversaciones que me asaltan en cualquier momento sin tener la decencia de preguntar si me viene bien. La ducha es uno de sus lugares favoritos, pero también cualquier calle y medio de transporte. Aunque tengo montones de libretas de notas, de alguna forma rara vez los llevo encima y acabo empleando cualquier cosa para garabatear, en especial los márgenes de los recibos de compra del supermercado o el mapa del metro. Y desde luego, no tienen ningún reparo en aparecer cuando me acuesto. Les pido que me dejen tranquila, que podemos seguir por la mañana, pero les da igual. Ignorarlos es inútil, está bien comprobado, así que me tengo que levantar y escribir lo que sea que les ocurra o me estén contando. Solo entonces obtengo permiso para caer felizmente inconsciente.

Recuerdo haber tenido que abandonar la cama en más de una ocasión durante la elaboración de Manuscrito en el tiempo. A veces, escribir a mano unas notas, servía. Otras veces, era tal el bombardeo que no tenía más remedio que volver a encender el ordenador y entonces pasaban las horas sin darme cuenta. Me aficioné a escribir por la noche y llegó un momento que vivía como los vampiros.

Fue Nuala, personaje secundario en la historia de Kirstiane, la que insistió en El retorno de los bardos. Yo no albergaba intención alguna de una segunda parte y, de hecho, ya tenía otros proyectos bulléndome en la cabeza, pero no hubo nada que pudiera hacer. Recuerdo con claridad cuando apareció inesperadamente en medio de una clase de Tai chi anunciando “es que en realidad no soy así” y proporcionándome varias imágenes que ilustraban su verdadera naturaleza. Intenté empujarla de mi mente. “Vale, me parece muy bien. Ahora vete, que estoy ocupada”. Pero no hubo forma. Traté de disuadirla, explicándole que no era por ella, que contar su historia significaría también escribir las historias de Andrea y Claire. Demasiado trabajo. Manuscrito en el tiempo me había llevado varios años y no tenía ganas de pasar por lo mismo. Nuala continuó persiguiéndome inmisericorde hasta que capitulé. Porque si no duermo soy peor que un zombie.

Otra de las razones por las que escribo es porque puede ser de lo más divertido. Normalmente tengo una idea general de hacia dónde van la historia y los personajes, pero a menudo se producen cambios inesperados que mantienen vivo mi interés. Me despierto por la mañana contenta y excitada ante la perspectiva de pasar el día con mis personajes.

Son como amigos imaginarios y, aunque en ocasiones me importunen, solemos desarrollar relaciones de lo más curiosas y satisfactorias. Tampoco existe jerarquía en una interacción basada en el respeto y la igualdad. Aunque en cierto modo pueden considerarse producto de mi imaginación, no son, para nada, marionetas sujetas a mis caprichos y sé que las cosas fluyen mejor cuando no intento imponer ningún tipo de control sobre ellos. Son amigos generosos también.

Cuando Amalia López, mi fantástica editora, estaba leyendo Entre sombras, señaló un momento en el que no acababa de comprender la reacción de Acacia, la joven protagonista. “Tienes razón. A mí también me extrañó. Voy a preguntarle”, le respondí. Amalia se rió. Yo le aseguré que era menos esquizofrénico de lo que sonaba, aunque no sé si a estas alturas puedo convencer a nadie. En cualquier caso, Acacia tuvo la amabilidad de explicarme el porqué de su comportamiento, razones que incluí en la novela. Todos contentos.

Yo te bautizo…

Para finalizar, voy a compartir el proceso de nombrar a los personajes, algo sobre lo que me han preguntado en más de una ocasión. Los nombres son importantes y los elijo con cuidado. Muchas veces, cuando empiezo a tomar notas sobre una nueva historia, los protagonistas son todavía muy vagos y los distingo como X, Y, el chico, la mujer, el abogado, etc. Cuando nos conocemos un poco más, les pregunto cómo se llaman o si están conformes con el nombre que les he dado. No suele haber mayores conflictos y, si alguna vez cambiamos de opinión, existe esa utilísima opción “buscar y reemplazar” en el procesador de texto.

Deben ser acordes con la historia, claro. Para Manuscrito en el tiempo y El retorno de los bardos, tuve que buscar un buen número de nombres con los que bautizar personajes y lugares imaginarios. Algunos eran modificaciones de nombres ya existentes de personas que conocía. Por ejemplo, el alemán Kristiane se convirtió en Kirstiane y el inglés Darren en Derran, mientras Nuala, una encantadora niñita pelirroja que había sido mi vecina en Irlanda, se quedó tal cual, pero pronunciado en castellano (en lugar del “nuula” irlandés). Muchos nombres, sin embargo, procedieron del diccionario: abría una página al azar y leía cualquiera de las entradas al revés, hasta que daba con una que, con mayores o menores modificaciones, sonara bien.

A la hora de bautizar a los personajes secundarios, a menudo empleo amigos y personas que conozco (Rosa, Nuria, Hisae...), lo que me ayuda a recordarlos. Para la historia de Claire tuve en cuenta qué nombres estaban de moda en la época victoriana, incluyendo apellidos y cuestiones de clase social. Edward Forrester es un homenaje al Edward Ferras de Sentido y sensibilidad de Jane Austen, mientras Claire Gordon está ligada a Lord Byron y cualquiera de mis Alice procede de Alicia en el país de las maravillas. Confieso que soy dada a las indulgencias literarias.

Busqué, claro está, nombres y apellidos escoceses para Kyle y su familia, de igual modo que aparecen nombres y apellidos propios de Cornualles en Entre sombras. Acacia proviene del comentario casual y melancólico de una de mis antiguas alumnas particulares, Saskia Taylor, sobre uno de los árboles de su jardín, mientras Millie es el nombre de otra de mis antiguas alumnas, la vivaz Millie (Amelia) McCarthy. En cuanto a los chicos, siempre me han gustado los nombres de James y Eric. Suenan nobles y capaces de dedicarse a una causa digna. Enstel, por el contrario, escogió su propio nombre, como me recuerda él mismo contemplándome con una sonrisa socarrona mientras escribo esto.


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